4.1.07

Microensayo sobre la inexistencia del Japón


Luna de Ishiyama, 1889
Tsukioka Yoshitoshi (1832 - 1892)

Decía alguien que solo sabemos dos cosas acerca de los escritores japoneses: que escriben muy bien y que se terminan suicidando. La frase remite tal vez al núcleo de la cuestión: el Japón es un misterio. Y el misterio es afortunadamente poético. Su tecnología, su arte, sus productos, sus comidas, todo esto nos es hoy mucho más familiar que hace algunas décadas. Sin embargo, algo nos elude a nosotros, irremediablemente occidentales. Al igual que en el teatro kabuki, Japón se muestra como una máscara dentro de una máscara; su revelación es sutil, poderosa e increíblemente fascinante.
Dentro de este mundo la leyenda de los samurai siempre ha sido un favorito de Occidente. Guerreros y poetas, dominadores en el Japón feudal, y finalmente perseguidos vestigios del pasado, acaso glorioso, acaso fatal, siempre imposible de ser conocidos verdaderamente: debemos admirarlos desde fuera de sus corazas, pues el interior nos es vedado, sus mismos cuerpos son islas, y cada japonés una isla en sí mismo.
Los samurai viven y mueren, y sufren y aman y luchan siempre dentro de sus armaduras. Las hojas de los cerezos acarician sus pieles de madera y metal, y los guerreros se conmueven sin inmutarse jamás. Son capaces de escribir la mejor de las poesías, y luego marchar al campo de batalla a morir desangrados. Toman su tiempo en la silenciosa ceremonia del té para bucear en lo profundo de su espíritu, y luego se destripan en nombre del honor mediante el seppuku. Su sangre no es sangre, es seda roja, y sus párpados son pétalos de loto destinados a cerrarse una sola y definitiva vez. Y su alma es el bushido, malentendido como un código para la vida, cuando es la vida la que se aplica al código, y el código es la vida misma. La naturaleza imita al arte, decía Wilde, y los samurai, y el Japón son todo arte, tanto así que algunos de nosotros sospechamos que no existe, que es una curiosa invención descripta en un haiku, susurrado por una geisha o tal vez por un guerrero antes de la batalla final, y estos a su vez escritos por un Akutagawa o un Mishima.
Será entonces esta una buena razón para viajar al Japón, viajar a aquello que no es realmente desconocido, que ha sido más bien construido desde Occidente para vendernos postales de una ciudad futurista llamada Tokio, donde reinan los neones, donde las calles no tienen nombre, donde los subterráneos cavan día y noche sus caminos a través de las entrañas de concreto, y donde todo, todo, es una magnífica farsa destinada a ocultarnos la verdad, la única verdad que se nos ha revelado acerca de aquella lejana isla: que el Japón no existe, que los samurai no existen, y que por eso mismo debemos insistir en viajar, una vez más, hacia lo imposible, tantas veces deseado; hacia lo impensado, tantas veces posible.


 

4 Comments:

Blogger TiTo A. said...

No va a ser la primera vez que un colectivo se esfuerce en hacer real algo imposible. De adolescente, magnánimo pedante, boqueaba que la torre Eiffel no existía, a diferencia de la imagen que propalaban los noticiarios...
Formalmente perfecto y refinadamente bello como todo lo suyo, Moebius.

6.1.07  
Blogger Blopa said...

Mil gracias, no merezco sus halagos.

6.1.07  
Blogger TiTo A. said...

Vamos, no se me haga el humilde, que es como despreciar los dones que Providencia no le reparte a cualquiera.

7.1.07  
Anonymous Anónimo said...

Lo que pasa es que a la ciudad de Tokio la destruyeron los Ángeles de EVANGELION.

7.1.07  

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